miércoles, 3 de marzo de 2021

Los nadadores nocturnos

 


Ninguno cuenta las brazadas del otro,

ellos saben que hay un límite de cemento y loza

donde el agua se estanca como un charco infinito.

 

Los nadadores nocturnos no tienen nombre,

son fríos como un pez del ártico,

pero nadan en las aguas cálidas del recuerdo

con la precisión del atleta

que ha recorrido mil veces el mismo surco.

 

No se desvían,

alzan los brazos,

los hombros son una metáfora,

las piernas un ángelus de espuma,

el horizonte una nube o un mural

donde viven las ninfas.

 

Son especímenes de un acuario cristalino,

aunque pisen la atmósfera turbia de los días cotidianos

-un trabajo sin futuro, la casa de desportilladas paredes,

los semáforos, el yo de la materia y el tacto del sol

en la piel seca-.

 

Avanzan y repiten su soliloquio lineal,

la respiración se duplica;

los ejércitos de la sangre son campanas en la niebla,

azúcares que ronronean en la boca, en las papilas,

en la serpiente de un cuerpo mojado por las moléculas del azar.

 

Al irse, un relámpago en los ojos les devuelve un signo cómplice,

mañana otra vez nadarán lejos de la oscuridad,

en la placenta de la vida, sonámbulos y alegres,

tras dos horas de compañía y silencio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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