Conocimos la palabra clara, aquella desnudez de selva
que unía lo salvaje con el ardor, en los verbos había
lunas redondas de piel carmesí y en los labios el silencio
daba flores como alfiles rojos que nacían juntos al deseo
común de los instintos por cumplir, y era fácil enhebrar
significados porque si tú iniciabas una frase yo proseguía
como si la misma agua naciera de las bocas en manantial
común hasta el coro de las risas o hasta que el dulzor
de la palabra amante se pronunciara a la vez, sin que ni tu voz
ni la mía se oyeran más allá del susurro en una confesión
sin más testigo que nuestros ojos mirándose bajo la luz
clara de la mañana; pero después llegó la palabra oscura,
con el peso de la edad y los residuos del resquemor,
ya no había luz en las bocas ni virginidad en el aliento
que dejó de ser ósmosis de la palabra para ser dos ríos
que no confluyen en el mismo mar, los labios se alejan
y los significados son heridas que nunca cicatrizan porque
las respuestas se hayan escritas en los corazones y cada
latido ya no es puro, arrastra los sedimentos del dolor
sin que ningún filtro logre que volvamos al manantial
donde aún lo virgen fluye como una historia
que nace al mundo y se forma con las palabras
que un vez ya lejana construimos entre los dos.